Darwin, Sandra y el Procurador

Recientemente, el Procurador General de la Ciudad de Buenos Aires, Julio Conte-Grand, publicó en el diario La Nación un artículo de opinión titulado «Darwin ha muerto», en el que sostiene que una extensión de la figura de «persona» al caso de animales no humanos (suscitada por la discusión del otorgamiento de personería a la orangutana Sandra del zoológico) refutaría, en algún sentido, al darwinismo (y de paso, al abortismo, que el autor ve como parte suya).

Nuestra intención en este escrito no es tanto discutir con las opiniones vertidas en el artículo. Para que pueda existir un diálogo racional entre dos partes, es necesario que la utilización de los conceptos y el planteamiento de argumentos por parte de los autores sean hechos de manera clara y comprensible. En cambio, el artículo del Procurador constituye un total sinsentido. El grado de confusión conceptual que manifiesta su escrito, muestra que realmente no entiende a las posiciones que está criticando. Por supuesto que nadie puede ser un experto en todas las áreas del conocimiento posibles. Sin embargo, sí parece preocupante que una persona que ocupa un cargo tan importante no pueda siquiera distinguir sus áreas de competencia. Por todo esto, decidimos no polemizar, sino explicarles, al autor y al editor de la nota, por qué deberían retractarse de haber publicado tan espantoso escrito.

El hombre no desciende del mono

 El Procurador comienza con una caracterización del darwinismo: «‘el hombre desciende del mono’. Una afirmación genealógica que en realidad intenta manifestar que las especies vivas mutan durante el tiempo y que, conforme esa teoría, por ejemplo, se evoluciona progresivamente desde una especie de primate (inferior) a otra (superior).»

En primer lugar, es conveniente señalar que hay tres tesis distintas, presentes en lo que usualmente se llama «darwinismo». Ellas son: la evolución, el origen común y la selección natural.  La evolución es la tesis de que las especies cambian; esto es, de que los individuos de una especie, a lo largo del tiempo, pueden experimentar modificaciones en grado tal que deba dejar de considerárselos como individuos de la misma especie que la original. Es decir, no debe entenderse «evolución» en sentido de «progreso» sino meramente de cambio (véase más adelante).

La segunda tesis es aun más fuerte, y sostiene que todas las especies actuales evolucionaron a partir de un único ancestro común. Los descendientes de esos organismos originales habrían experimentado modificaciones en diferentes direcciones, dando lugar a distintas especies; éstas, a su vez, tuvieron descendencia que divergió de sus progenitores, dando lugar a otras especies, y así sucesivamente. Esto originaría una estructura con forma de árbol, en donde una única raíz común se divide en ramas, de las que a su vez que salen otras ramas, etc. En la actualidad, esto conformaría toda la rica diversidad de los seres vivos que se observa.

Cabe notar que, según esta imagen, las especies actuales no descienden de otras especies actuales (el hombre no desciende del mono, como Conte-Grand repite), sino que el hombre y el mono comparten un ancestro evolutivo en común (así como también los comparten, pero más lejanamente, con las ballenas, los robles y los líquenes). Sandra es más bien nuestra prima que nuestra madre.

Si bien es cierto, como afirma Conte-Grand, que —en su época— Darwin recibió fuertes críticas por el mecanismo evolutivo que propuso (la selección natural), su tesis de que los organismos comparten un origen común fue rápidamente aceptada por toda la comunidad biológica. No hubo, ni hay, ninguna controversia científica en torno a esta cuestión. La tesis está apoyada por diversas líneas que la confirman —y que se apoyan mutuamente entre sí—, como ser, el registro paleontológico, la evidencia genética, la distribución geográfica de las especies, las presencia de homologías y las reconstrucciones filogenéticas elaboradas a partir de ellas, etc.

Evolución no implica progreso

El error de creer en un supuesto progreso de la evolución se funda comúnmente en concepciones erróneas acerca del tercer elemento del darwinismo, el mecanismo de cambio evolutivo: la selección natural. La selección explica cómo los diferentes descendientes de una especie se modifican para «adaptarse» a los diferentes ambientes en los que se asientan, haciendo, de ese modo, que diverjan de sus progenitores —y eventualmente se conviertan en individuos de especies distintas—.

El modo como esto ocurre es a través de la iteración de un proceso, según el cual los individuos más aptos (los que poseen rasgos que les permiten sobrevivir más, o atraer más parejas, o ser más fecundos, etc.) tienden a dejar más descendencia que los individuos con características distintas. Así, por ejemplo, los antecesores de las jirafas que poseían los cuellos más largos podían alimentarse mejor de las ramas altas de los árboles, sobreviviendo más —y por lo tanto dejando más descendencia—, que las jirafas de cuellos más cortos. Una iteración de este proceso explica cómo, a lo largo del tiempo, las jirafas adquirieron cuellos muy largos, una «adaptación» al ambiente en el que viven.

Sin embargo, el grado de adaptación de un tipo de organismos es siempre relativo a un ambiente, y no un patrón absoluto que pueda usarse como parámetro de perfección. Los seres humanos, que a primera vista podemos parecer animales «superiores» por nuestra inteligencia, estaríamos muy mal adaptados a ciertas condiciones de vida. No nos iría muy bien en el ambiente en el que viven los osos polares, las criaturas de aguas profundas, o ciertas bacterias extremófilas que habitan en el interior de reactores nucleares. El darwinismo rechaza la vieja idea de la «cadena del ser» aristotélica, en la que hay seres vivos superiores e inferiores, y un progreso gradual desde unos a otros. Seres muy simples pueden estar muy altamente adaptados a sus ambientes. Del mismo modo, una solución a un problema ambiental particular podría consistir en perder partes, o volverse más simple.

Debe decirse además que la biología actual reconoce mecanismos evolutivos alternativos a la selección natural. Algunos de ellos —como la deriva genética— pueden llevar a la evolución mal adaptativa, es decir a la fijación de rasgos perjudiciales para los individuos que los portan. De modo que, nuevamente, evolución no se equipara a perfección ni a progreso

El argumento de Conte-Grand

El argumento central de Conte-Grand afirma que: «(…) si el embrión humano no es persona y el orangután sí lo es [es decir, si Sandra es declarada persona], es evidente que éste debe entenderse como una etapa evolucionada de aquél. Se postula, en consecuencia, que el ser humano, en alguna de las etapas de su vida, constituye una instancia evolutiva inferior a la de los monos. ¿Entonces el mono desciende del hombre?»

Su argumento parece querer funcionar como una reducción al absurdo, teniendo la siguiente estructura:

– Si Sandra es declarada persona, el embrión humano no es persona y el orangután sí lo es

– Aquello que es persona es una «etapa evolucionada» de aquello que no

– Las «etapas evolutivas» posteriores son superiores a las etapas anteriores

Por lo tanto:

– El orangután es superior al embrión humano

A la luz de lo anterior, pueden apreciarse los varios sentidos en los que el Procurador se equivoca. Como se mostró, la tercera premisa y la conclusión son equívocas, por ejemplo, porque no puede compararse el grado de adaptación de organismos que viven en ambientes distintos. La segunda premisa también es incorrecta. El darwinismo no sostiene que el hombre desciende del mono actual, ni viceversa, así como tampoco desciende del caracol, el cual tampoco es catalogado como persona. Mucho menos podría decirse que el hombre desciende de una S.R.L., la cual sí es identificada como persona. Pretender identificar relaciones de ancestría por medio de categorías jurídicas es una idea claramente absurda, especialmente dado que esta segunda se aplica a entidades no biológicas.

El aborto y las personas no humanas

La cuestión del otorgamiento de la personería jurídica, tanto a fases del desarrollo embrionario humano, como a animales no humanos, es más compleja de lo que supone Conte-Grand. En ambos casos el problema se asemeja a la tradicional paradoja sorites: es la necesidad de fijar un límite o punto de inflexión en un proceso que es continuo. ¿En qué punto del espacio un objeto que está lejos de otro pasa a estar cerca? ¿Qué cantidad de días, horas o minutos hace falta haber vivido para ser mayor de edad y estar en condiciones, por ejemplo, de votar? Probablemente cualquier respuesta a estas preguntas conlleve algún grado de arbitrariedad.

La pregunta, en el caso del aborto, es cuál debe ser considerado el punto de inflexión, en el transcurso de un desarrollo embrionario continuo, en el que el feto pasa a ser una persona. Las posiciones antiabortistas sostienen que ese punto es la fecundación del óvulo, mientras que las abortistas que es algún momento posterior. Lo cierto es que no hay soluciones mágicas ni argumentos a priori que puedan resolver definitivamente la cuestión. Toda decisión debe sopesar una serie de cuestiones complejas, en los planos social, ético y pragmático. No pretendemos aquí tomar posición en este debate (que consideramos, por otro lado, necesario), sino sólo señalar que artículos que pretenden dar tales soluciones mágicas, como el de Conte-Grand, no hacen más que maltratar a la cuestión y confundir a la gente.

Del mismo modo que es claro que un espermatozoide o un óvulo no es una persona, pero sí lo es un bebé de dos años, también lo es que la bacteria de la levadura no es una persona y que un ser humano adulto si lo es. La pregunta por la personería de animales no humanos es también una sobre la elección de un punto de inflexión. También aquí la cuestión es compleja, y tampoco hay soluciones mágicas. Cabe recordar que, en otros tiempos, la personería no abarcaba a todos los seres humanos. De hecho, hasta principios del siglo XX podían encontrarse seres humanos en los zoológicos. Parte del interés político que tenía para Darwin su teoría del origen común, radicaba en sus tendencias antiesclavistas. En su época, la ancestría común daba buenas razones para la extensión del concepto de persona a negros e indígenas.

Conceptualmente, la cuestión de la personería no abarca solamente a las especies actuales. Si se hace el experimento mental de tomar a un ser humano actual, ponerlo al lado de su madre, la madre de su madre, y así sucesivamente, hasta un tiempo evolutivo lejano, se llegaría —en puntos lejanos— a individuos que pertenecen a especies distintas. Surge entonces, nuevamente, la paradoja: no sería posible señalar a un individuo particular y decir que no es persona, pero que el siguiente sí lo es.

Lo mismo ocurriría, aparentemente, con otras especies extintas que no son directamente nuestros ancestros, pero a las cuáles podríamos querer extender el concepto de persona. Quizás si hoy hubiese neandertales, estarían peleando por sus derechos, por utilizar los mismos colectivos, votar, etc. Ahora bien, si estuviésemos dispuestos a otorgar personería a estos parientes cercanos, en principio no habría motivos para no extenderla un poco más allá. El hecho de que no haya neandertales pero sí haya chimpancés y orangutanes es puramente contingente. Podría incluso haber razones no relacionadas con la ancestría cercana a nosotros para extender tal estatus legal. Por ejemplo, podría haber razones para aplicarlo antes a especies más lejanas, como las orcas o a delfines, que a especies más cercanas a nosotros, como las vacas.

Por último, cabe notar que ambas discusiones podrían estar conectadas, pero de modo opuesto a como cree Conte-Grand. Es sabido que el desarrollo embrionario de los vertebrados es muy semejante hasta ciertos puntos. Cuanto más cercanas sean dos especies en el árbol filogenético, hasta un punto más lejano en el tiempo se parecerán sus embriones.

Embriones_de_vertebrados

Una posición más tensionante sería, por tanto, no ser abortista (creer que el óvulo fecundado es persona), pero no declarar personas a embriones de otras especies que son casi idénticos al nuestro, como los de los peces o las tortugas. Al contrario, esa tensión se resuelve, al menos en parte, demorando la adquisición de personalidad, e incluyendo a otras especies cercanas en el concepto.

Esto obviamente no zanja definitivamente la cuestión. Si hay un punto a enfatizar es, justamente, que la discusión es compleja y debe darse sin odios ni sorna, como la que se trasluce en el artículo del señor Procurador, abandonando a su vez prejuicios de tipo antropocéntricos. El camino es arduo, pero debe ser recorrido responsablemente

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